Hay un dicho que comenta que donde caben dos, caben tres. No sé quién sería el iluminado que lanzó por primera vez este reto numérico-espacial, pero ha generado, digamos, algunos malentendidos. Me explico: donde caben dos, caben tres, siempre que esos dos así lo quieran (parece obvio, ¿no es cierto?). Resulta que algunos interfectos se lo toman muy al pie de la letra y están dispuestos a poner en práctica las bondades del refrán allá por donde van.
Ya que de bollos va la cosa, no voy a hablar de salidas del armario traumáticas ni nada por el estilo. Vamos a situarnos en un tiempo algo posterior, cuando el armario ya ha sido reventado de un pedo tortillero muy empoderado y te paseas por las calles orgullosa de decir que sí, que comes coños, que no, que esa que va contigo de la mano no es tu amiga, sino tu novia, y un largo etcétera que no viene al caso. Pongamos una situación en la que vas con tu pareja e intercambiáis algún gesto cariñoso que el entorno percibe. Pongamos que el entorno, por una cuestión de probabilidades, está compuesto por uno de esos sujetos que las feminazis llamamos machirulo. Pongamos que al machirulo en cuestión se le pone dura, se le evoca una fantasía erótico-festivalera en la que aparece con su rabo haciendo las veces de Excálibur y decide repartir justicia con su mandoble ante semejante necesidad (así por él perciba) de una polla que ponga algo de orden.
Esto que acabo de relatar bien podría ser una película de terror o la peor de las comedias. Me encantaría decir que gasté mi dinero en una basura semejante un día cualquiera en el cine, pero lo cierto es que me tocó vivirlo siendo yo una de las protagonistas (y en la pantalla de la vida real, fíjense). Me pregunto en qué momento ese sujeto varón aupado por el heteropatriarcado nos percibe a mi entonces novia por aquel tiempo y a mí como elementos incompletos, seres carentes de algo que solo él nos puede proporcionar y que, casualmente, cuelga entre sus piernas con ansías de penetrarnos.
Está bien, voy a intentar no centrar el eje del texto en el sensacionalismo que implica un espectáculo tan deplorable. Pero sigo tirando de la cuerda en mis recuerdos y llego a comportamientos parecidos, tal vez no tan evidentes, pero que acaban desembocando en el mismo abismo: las parejas de bolleras no son tomadas en serio. Echo la vista atrás y encuentro una colección de preguntas absurdas, todas empapadas de una visión profundamente heterocentrista que pretende amoldar nuestras relaciones a la tradición más rancia. “¿Te gustan las bollos más femeninas o las machorras? En vuestra pareja, ¿quién hace de tío y quién de tía? La verdad es que tú eres más guapa, pero tú más atractiva. A ti te follaría con pasión, con tu chica tendría una relación”. ¿PERDÓN? ¿Quién pidió tu opinión, cuándo y para qué?
La concepción de las uniones afectivo-sexuales entre mujeres aún está atravesada por parte de algunos seres por esa erotización angelical del porno más cutre. Bolleras que me ponen y con las que me haría un trío porque son atractivas desde el gusto normativo, bolleras que me asustan porque su masculinidad representa una amenaza a mi hombría, a mis privilegios, al espacio que ocupo con mi corporalidad invasiva. Bolleras sobre las que me permito emitir un juicio libremente, delante de ellas, comparándolas entre sí, considerando que al ser ambas leídas como mujeres tengo todo el derecho del mundo a elegir ante semejante catálogo de lujuria que me despiertan.
Pues miren, estamos hasta el coño (hablando de coños, que tanto nos gustan). No queremos que se reproduzcan sobre nosotras estas violencias que no observamos en parejas heteros y gays. No queremos ser vuestro ideal, vuestra fantasía, no queremos ser esas lesbianas recatadas y normativamente bellas, probablemente blancas, de clase media-alta, con unas medidas corporales que rozan la radiografía de un silbido, competentes y a la vez fogosas, pero sin llegar a ser demasiado guarras. Queremos ser cuerpos racializados, amorfos, que desborden con su extensión las medidas de vuestras modas y vuestra estrechez de miras, que os asusten, os incomoden, os disgusten. Porque donde caben dos, caben tres, sí, pero tres hostias bien dadas en vuestras bocazas.
Ya que de bollos va la cosa, no voy a hablar de salidas del armario traumáticas ni nada por el estilo. Vamos a situarnos en un tiempo algo posterior, cuando el armario ya ha sido reventado de un pedo tortillero muy empoderado y te paseas por las calles orgullosa de decir que sí, que comes coños, que no, que esa que va contigo de la mano no es tu amiga, sino tu novia, y un largo etcétera que no viene al caso. Pongamos una situación en la que vas con tu pareja e intercambiáis algún gesto cariñoso que el entorno percibe. Pongamos que el entorno, por una cuestión de probabilidades, está compuesto por uno de esos sujetos que las feminazis llamamos machirulo. Pongamos que al machirulo en cuestión se le pone dura, se le evoca una fantasía erótico-festivalera en la que aparece con su rabo haciendo las veces de Excálibur y decide repartir justicia con su mandoble ante semejante necesidad (así por él perciba) de una polla que ponga algo de orden.
Esto que acabo de relatar bien podría ser una película de terror o la peor de las comedias. Me encantaría decir que gasté mi dinero en una basura semejante un día cualquiera en el cine, pero lo cierto es que me tocó vivirlo siendo yo una de las protagonistas (y en la pantalla de la vida real, fíjense). Me pregunto en qué momento ese sujeto varón aupado por el heteropatriarcado nos percibe a mi entonces novia por aquel tiempo y a mí como elementos incompletos, seres carentes de algo que solo él nos puede proporcionar y que, casualmente, cuelga entre sus piernas con ansías de penetrarnos.
Está bien, voy a intentar no centrar el eje del texto en el sensacionalismo que implica un espectáculo tan deplorable. Pero sigo tirando de la cuerda en mis recuerdos y llego a comportamientos parecidos, tal vez no tan evidentes, pero que acaban desembocando en el mismo abismo: las parejas de bolleras no son tomadas en serio. Echo la vista atrás y encuentro una colección de preguntas absurdas, todas empapadas de una visión profundamente heterocentrista que pretende amoldar nuestras relaciones a la tradición más rancia. “¿Te gustan las bollos más femeninas o las machorras? En vuestra pareja, ¿quién hace de tío y quién de tía? La verdad es que tú eres más guapa, pero tú más atractiva. A ti te follaría con pasión, con tu chica tendría una relación”. ¿PERDÓN? ¿Quién pidió tu opinión, cuándo y para qué?
La concepción de las uniones afectivo-sexuales entre mujeres aún está atravesada por parte de algunos seres por esa erotización angelical del porno más cutre. Bolleras que me ponen y con las que me haría un trío porque son atractivas desde el gusto normativo, bolleras que me asustan porque su masculinidad representa una amenaza a mi hombría, a mis privilegios, al espacio que ocupo con mi corporalidad invasiva. Bolleras sobre las que me permito emitir un juicio libremente, delante de ellas, comparándolas entre sí, considerando que al ser ambas leídas como mujeres tengo todo el derecho del mundo a elegir ante semejante catálogo de lujuria que me despiertan.
Pues miren, estamos hasta el coño (hablando de coños, que tanto nos gustan). No queremos que se reproduzcan sobre nosotras estas violencias que no observamos en parejas heteros y gays. No queremos ser vuestro ideal, vuestra fantasía, no queremos ser esas lesbianas recatadas y normativamente bellas, probablemente blancas, de clase media-alta, con unas medidas corporales que rozan la radiografía de un silbido, competentes y a la vez fogosas, pero sin llegar a ser demasiado guarras. Queremos ser cuerpos racializados, amorfos, que desborden con su extensión las medidas de vuestras modas y vuestra estrechez de miras, que os asusten, os incomoden, os disgusten. Porque donde caben dos, caben tres, sí, pero tres hostias bien dadas en vuestras bocazas.